octubre 2017
De padre albino y madre de ojos azules nació un niño canela de sonrisa pícara y vivos ojos pardos. En un pueblo tan pequeño, los rumores no tardaron en asomar la cabeza. Salían de por debajo de las alfombras, se arrastraban de lengua en lengua, e iban envenenando de manera irreversible el pequeño sector de su cerebro que le dedicaron las personas a Teodoro García. Cuentan las malas lenguas que su padre era un viajero, alguien que por una sola noche residió en el pueblo, y que, en un arrebato de pasión carnal, su madre, Teófila Domínguez, engañó a su marido. Otros cuentan que el padre del niño era a la vez su tío, que en una fiesta de trasnoche y cegado por el licor que fluía a borbotones por sus venas forzó su sexo en el de su hermana. La cuestión es que, a ciencia cierta, nadie sabe la procedencia ni del padre ni del niño, que de la noche a la mañana asomó cabeza por entre las piernas de Teófila sin que ella llegara a mostrar panza.
Contaba la abuela de Teodoro que justo tras él venía una bolsita, como cargando con otra vida. No tardó en saberse esto, y la partera de pronto tenía a gente tocando la puerta de su casa en las pequeñas horas de la mañana, asomándose por las ventanas como si del hogar propio se tratase. Con tal de callar a la gente y volver a la cama, Teófila se asomó por la ventana y, a los cuatro vientos, gritó: “¡Que era su hermano!” La gente no tardó en hacerse sus ideas, que, porque de los gemelos siempre hay uno bueno y uno malo, ¿cómo iban a saber cuál era Teodoro? Por esto y por desconocer la procedencia del niño, alrededor de él siempre andaban con precauciones, como si con una mirada mal dada fuera a perder los estribos y brincar sobre la garganta de uno. Como bien hacen los adultos, no tardaron en pasar sus supersticiones a sus propios hijos, quienes terminaron por excluir a Teodoro de todos los juegos.
Esto, sin embargo, no detuvo a Teodoro. Todas las tardes lo veían jugando en la calle. Solo, porque cuando él salía los demás se escondían. Reía, y por la manera en la que lo hacía parecía que hablaba con un amigo que solo era visible a sus ojos. Para el resto del pueblo, esto no tenía sentido: el niño estaba solo, probablemente estaba loco. “Está jugando,” repetía Teófila para sí, intentando convencerse que su niño había nacido bien. Lo que nunca se supo – porque nadie nunca se molestó en preguntarle a Teodoro – fue que él hablaba con alguien. Si alguien se hubiera acercado alguna vez a preguntarle, el simplemente habría dicho “Leonardo, mi hermano.” Igual y fue fortuna que nadie le preguntara, porque solo lo habrían visto como de soslayo, y se habrían alejado al verlo. Habrían empezado a cruzar a la acera del otro lado de la calle para no toparse con él, a caminar cuadras de más para no dar vuelta donde él y no tener que caminar a su lado. En realidad, poco importa eso ya – hace años que no se le ve hablando con alguien que no vean todos.
Años más tarde, cuando Teodoro había dejado ya de ser un chiquillo insoportable y había trascendido a un apático adolescente, llegó Julia Bracamontes. A Teodoro le cayó como una bendición directo de los cielos, como maná después de años de sequía. Ella llegó una apagada y calurosa tarde de verano en la que todos se envolvían en un sopor inmovible. En días como aquel, todos se rendían al cansancio y al calor, dejándose caer pesadamente sobre algún catre, una silla, un sofá o incluso el suelo – donde hubiera ventilador les era suficiente. Que llegara en un día tan infernal a un muchacho como Teodoro hizo pensar a la gente mal de ella y lo trataron como a él, pensando que algo de demoniaco tenía que haber en una muchacha que llegara a la vida de él.
De todos estos rumores Julia nunca llegó a enterarse, nunca identificó que esa extraña sensación que recorría su cuerpo al salir a la plaza era la fija mirada de un extraño fisgón, alguien que nunca osaría hablarle por mera superstición. Teodoro, sin embargo, sentía los ojos acechantes sobre ella y él cada vez que se les ocurría dejarse ver en el mundo real. Eso otro tampoco ayudaba a la impresión que tenían todos de ellos: raramente se dejaban ver, vivían en sus casas con el seguro echado y sin partícula de sol que pasara las persianas. El momento en el que los dos adolescentes pasaron a ser adultos y decidieron que era momento de dejar el seno materno y encontrar nido propio no es claro para nadie. Nadie puede decir cuándo es que dejaron de vivir en medio del tumulto, donde todos los demás vivían, y se mudaron a dos horas de la orilla del pueblo, lejos. Lejos, donde todos los querían, donde nadie los molestaría y ellos mismos no podían molestar a nadie. Aislados, alejados – sin duda, lo que todos querían para ellos, pero… ¿qué los llevó a ellos a alejarse?
De eso, como de todo lo relativo a ellos, se cuentan muchas historias, todas con su pequeño pedazo de fantasía, ninguna que cuente la verdad a secas. Dicen algunos que por aquellas fechas mataron a la hermana pequeña de Teodoro, y que el que la mató fue él, que se mudó con la esperanza de que allá no fueran a buscarle. Otros dicen que no fue su hermana, sino su amante, y que Julia la mató por celos. Algunos incluso aseguran que nunca existió una tercera persona, y que por más raros que fueran, ni Teodoro ni Julia se habrían llenado las manos de sangre. Lo que en verdad haya pasado solo lo saben ellos dos, pero en verdad no importa mucho, porque de cualquier manera le hicieron al resto del pueblo el favor de alejarse.
Por aquellos lugares vivieron ellos solos por varios años. Curiosamente, nunca llegaron a tener hijos. Hay quienes dicen que esto fue porque no podían, o que los iban matando cada que otro salía de Julia. Otras personas dicen que los niños simplemente se iban muriendo como por mal de cuna, como si estuvieran embrujados. Esta es otra de esas cosas que nadie en verdad sabe, otro misterio más que giraba entorno Teodoro y Julia.
Después de una década y media, los del pueblo volvieron a tener que ver su rostro. Fue como ver a un animal extraño, un animal salvaje en medio de la ciudad, un pez fuera del agua. Para entonces, muchos habían comenzado a olvidar que existía, dejando que el tiempo desdibujara su rostro en sus mentes. En el pueblo había ya muchos otros que nunca le habían conocido. Su propia madre había comenzado a olvidarlo tras haber anunciado ante todo el pueblo en un festival que ya no era su hijo, que lo desheredaba y lo desconocía.
Desafortunadamente, nadie había tenido el cuidado de avisarle esto, y, así, una tarde de verano en la que se veía ya distante el atardecer con el que había llegado Julia, llegó corriendo a casa de Teófila gritando a todo pulmón, como si la muerte misma lo estuviera persiguiendo. Su madre ni siquiera se acordaba ya de él y lo corrió de la casa como se correría a un ladrón, a un extraño. Sabiendo Teodoro que era su madre y que alguna razón habría ella de tener para eso, no se opuso y se dejó llevar.
Como su madre le había desconocido y lo había corrido, Teodoro recurrió al segundo lugar en donde creyó podrían ayudarle en medio de su histeria: el hospital del pueblo. El hospital que solo era tal por nombre porque adentro no había más que un par de médicos, cada uno con dos enfermeras a su servicio, y una partera. Era un edificio pequeño y viejo, la pintura que alguna vez fue blanca carcomida por el sol, la madera desgastada por los años, la estructura debilitada por la violencia de la vida. El letrero estaba inclinado y había perdido el vigor de antaño. Del fondo blanco quedaban solo minúsculas pistas, de las rojas letras que leían ‘Hospital’ quedaban solamente delgadas pinceladas que parecían el dibujo de un niño pequeño. De cualquier manera, nadie se había molestado en arreglarlo: todos sabían que ese era el único centro médico del pueblo y no habían tenido necesidad de anunciarlo.
Entró despavorido, cansado por tener que correr primero de su casa en la lejanía a la de su madre, y luego de un lado del pueblo al otro para poder llegar de con Teófila al supuesto hospital. Cuando entró, el recibidor estaba desierto salvo por la recepcionista, que al verlo en tal estado corrió a llamar a la enfermera. Con un solo vistazo, la enfermera decidió que requería atención médica inmediata, por lo que corrió por una silla de ruedas para llevarlo al despacho del doctor. Teodoro se resistió y comenzó a balbucear:
—No, no, no soy yo, es mi esposa, ¡ayúdenla a ella!
La enfermera lo miró confusa, intentando entender dónde estaba su esposa. Como no la veía asumió que estaba imaginándosela y lo inyectó con un calmante. Así, Teodoro cayó rendido a la silla de ruedas. Después de eso, encontraron una camilla entre los viejos y gastados equipos que tenían sobre la cual amarraron a Teodoro.
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Despertó unas horas más tarde, confundido y aún más asustado que cuando había llegado al pueblo. En cuanto abrió los ojos lo empezaron a bombardear con preguntas, que si cómo se sentía, que si qué era lo último que recordaba. Teodoro los observó perplejo por unos momentos, y después, con mucho cuidado, articuló cuatro cortas palabras:
—Ayuden a mi esposa ¬— la enfermera lo miró detenidamente, como pesando las palabras que quería usar y la fuerza de Teodoro para escucharlas.
—¿Quién es su esposa, señor? ¿Quién es usted?
—Mi esposa es Julia, se llama Julia, Julia Bracamontes. Yo soy Teodoro García —. Al escuchar esto, la enfermera se detuvo en seco. No lo reconoció cuando entró corriendo por su puerta, porque cuando se habían ido hace quince años ella tenía solo tres.
Había escuchado historias, se había asegurado de memorizar la descripción de su rostro para poder evitarlo el abominable día en que se lo encontrara… pero tantos años habían cambiado su rostro y su complexión. Ella lo había escuchado como un joven alto y delgado con piel morena, rasgos finos y verdes ojos vivos, pero el paso del tiempo había cambiado irreversiblemente su rostro: ahora lo decoraban pecas, la vida en sus ojos se iba apagando, y el verde parecía haberse oscurecido hasta convertirse en café. Ya no era tan alto, los años y las experiencias le pesaban como un yugo alrededor del cuello que arrastraba pesadamente. Seguía delgado, pero ahora era más huesos que persona, y sus rasgos se habían hecho ásperos con el sol y con el tiempo.
La enfermera corrió de la habitación y fue con el médico para alertarle quién era el paciente. Entró a su despacho asustada, temblando de miedo y sin poder articular una sola palabra.
—Tranquila, respira. Tranquila, dime, ¿qué pasa?
—Es él, es él, está aquí, ¿y ahora qué hacemos?
—¿Quién está aquí, Laura?
—Él, doctor, él… es Teodoro García, doctor — con esas palabras, el doctor la miró fijamente.
—¿Estás segura de que es él?
—Sí, doctor, es él, me lo dijo con su propia boca.
—Quédate aquí, Laura, ya vuelvo.
—¡No, doctor, no vaya con él! Dicen que se le pega lo loco, doctor, no se exponga.
—Tranquila, Laura, que esos son solo rumores, tú no lo conoces.
—¿Y usted sí?
—Al menos más que tú, yo ya estaba crecido cuando él se fue.
Así el doctor, de nombre Mario Miramontes, fue al cuarto en el que Laura había dejado a Teodoro amarrado y asustado, preocupado por su esposa.
—¡Teodoro! ¡Qué pues, después de tantos años! ¡Qué bueno que nos viene a visitar!
—Mario, mire qué cosas. ¿No hay otro doctor?
—Me temo que no, Teodoro, está atorado conmigo.
—No quiero que usted toque a mi esposa, ¡su familia solo nos ha traído infortunio!
—Venga, Teodoro, ¿cuándo hemos hecho tal cosa?
—Antes, cuando éramos jóvenes, cuando su padre estaba en la cúspide de su vida adulta, él nos arruinó la vida esparciendo tantos rumores de nosotros, ninguno que fuera de acuerdo con el anterior… ¡destruyeron nuestra reputación!
—Teodoro, con todo respeto, bien sabe usted que eso no es cierto, ustedes dos solitos se las habrían ingeniado para destruirse la reputación.
—¡No se atreva a profanar, que usted ni nos conocía!
—Claro que no, pero la gente de su calaña no necesita ayuda para destruirse la vida y ganarse el odio de los demás, ¡lo traen en la sangre, Teodoro, no lo niegue!
—Caray, en verdad que con ustedes no se puede hablar… bueno, eso no es lo que importa, si no tengo opción, me tendré que conformar con usted. Venga, ya, suélteme, que esa muchachita de enfermera que tienen me ha amarrado como si fuera un animal.
—¿Y por qué haría yo eso? ¿No cree usted que así estoy más seguro?
—¿Seguro de qué? No es como que sea bestia, no lo voy a lastimar.
—Usted lo ha dicho, no yo. No puedo estar seguro, bien dijo usted que no los conozco.
—¡Déjese ya de sandeces y ayúdenos!
—¿Ayudarlos en qué?
—Mi esposa, tarado, está mala.
—¿Y dónde está ella? Aquí solo lo veo a usted.
—Está en mi casa, allá en mi rancho.
—¿Y por qué no se la trajo usted?
—Porque ella ya no puede ni con el peso propio, necesitamos ayuda. Vaya, vayamos, suélteme de una buena vez.
—¿Y yo por qué? ¿Qué tiene la señora?
—No sé, Mario, no sé, por eso necesito que vaya usted a revisarla, que igual y todavía se salva mi mujer, en eso aún tengo puesta la esperanza.
—¿Y cómo voy a saber yo que me puedo fiar de usted? Con lo que a mí respecta, usted está tan loco como lo pintan en las historias si no es que más, ¿en serio cree que estoy dispuesto a correr ese riesgo?
—¡Cállese de una vez y venga conmigo que el tiempo apremia! No tengo tiempo para estar discutiendo de esto con usted, y me temo que mi esposa tampoco.
—¿Y qué? ¿Pretende usted que me vaya yo corriendo para allá como usted llegó aquí? Voy a terminar igual de agotado, señor. ¡Háganos un favor! No piense usted que llegaré yo en buenas condiciones a su casa que está tan lejos, y entonces, ¿qué? ¿De que va a haber servido que me haya ido corriendo con usted?
—¿No tienen ustedes una ambulancia para estas situaciones?
—¡Dios nos viera! Ya quisiéramos nosotros tener el dinero para poder pagar tales lujos.
—Bueno, entonces en su coche. No me diga que usted no tiene coche, por favor.
—Yo no, pero creo que puedo conseguirnos uno… espere aquí.
Teodoro se quedó tendido en la camilla, aún amarrado, dándose por vencido, temiendo que el doctor simplemente le estuviera siguiendo el rollo y fuera a dejarlo ahí, sin ayuda, a esperar la hora de la muerte. A pesar de esto, y para alegría de Teodoro, volvió el doctor corriendo con llaves en mano:
—Ya está, coche tenemos, pero debemos hablar de una remuneración, ¿qué gano yo si voy y le ayudo?
—La satisfacción de que ha ayudado a un viejo necesitado, ¿qué más quiere?
—Venga, ya, en serio, no piensa usted que voy yo a ir hasta allá para trabajar gratis, ¿o sí?
—No, como cree, irá usted y después hablaremos del pago, que eso me tiene sin cuidado, estando allá encontraré yo la manera de reembolsarle por sus acciones, aunque… claro, nada nunca se comparará con los puntos que se gane en el cielo por ayudar a un viejo como yo y a su mujer.
—¡Déjese de sandeces! Ni usted mismo cree en Dios, todos bien sabemos que usted es un renegado, un ateo malparido.
—Y eso lo tiene a usted sin cuidado, solo suélteme de una buena vez y ya que salve a mi esposa nos ponemos de acuerdo — el doctor prosiguió a soltarlo, y una vez hecho esto lo ayudó a ponerse de pie y caminar hasta el auto prestado.
Manejaron en silencio y con lentitud, para desesperanza de Teodoro, quien, aunque temía a su esposa ya muerta después de tan larga espera, mantenía la esperanza. Ya pasadas varias horas del momento en el que Julia había mostrado señales de estar enferma, terminaron por llegar a la casa de Teodoro, quien se bajó del carro corriendo y entró a la casa con la velocidad propia de una gacela. No mucho tiempo después, entró Mario con la resolución de salvar a esa mujer, que no solo había sido una bendición para Teodoro, pues fue ella la que terminó por llevarse al temido gemelo lejos.
Entró Mario con su maletín de médico en mano, listo para asistir tanto a Teodoro como a Julia en la medida de lo posible. Grande fue su decepción al entrar a la habitación en la que estaba Teodoro, arrodillándose junto a la cama en donde yacía inmóvil su amada. Él sostenía su mano con firmeza y escondía la cabeza en el colchón, a la altura de la cadera de Julia. El doctor temía tan siquiera hablarle, pues parecía estar en un estado tan frágil que el más mínimo disturbio podría destruirlo.
—Podríamos haberla salvado — masculló Teodoro.
—Puede que sí, pero también puede ser que por más que lo intentáramos simplemente fuera su hora. Venga, Teodoro, volvamos, hablemos con los de la funeraria.
—No. No llamará usted a ninguna funeraria, me va a ayudar a enterrarla en el patio dignamente, como se lo merece.
—No pretende que hagamos eso en tan solo unas horas, Teodoro, ya va a anochecer.
—Entonces se queda. Una noche, vamos, ¿qué daño le puede hacer quedarse a asistir a un viejo en su pena?
—Me temo que eso no sería buena idea, ¿qué pensarán mi esposa y mis hijos?
—Ya se los explicará cuando vuelva mañana por la tarde, ¿acaso no confían en usted lo suficiente como para que pase una única noche fuera de casa?
—Me temo que esto no es asunto de confianza, Teodoro, pero está bien. Me quedaré con usted, todo con la única intención de asegurarme que usted esté bien.
Esa noche, Mario Miramontes durmió en la nunca antes usada habitación para los huéspedes que tenían en Julia y Teodoro. Mario, sin embargo, desconocía que él era la primera persona en refugiarse en esas sábanas, y no pudo evitar temer que algo extraño hubiera acontecido en esa cama. A fin de cuentas, hasta donde él sabía, Teodoro podría ser un asesino después de todo. El temor ante esta posibilidad lo mantuvo despierto un par de horas, pues no podía dejar de preguntarse qué pasaría si tenía razón y moría ahí, en manos de Teodoro y sin quién diera cuenta de su paradero.
Así, se encontró a sí mismo deambulando por los vacíos y oscuros pasillos de la casa. Pasó frente a una habitación cercana a la suya que creía vacía y escuchó unas voces. Por curiosidad, se asomó por una rendija al interior de la habitación y se encontró con Teodoro hablando solo, como si le hablara a alguien a quien conocía de hace años. Mario pensó que era demencia senil cuando, al alejarse de la habitación para volver a su recámara, escuchó claramente una respuesta en una voz completamente ajena a la de Teodoro. Se volvió a acercar a la puerta, enteramente por curiosidad, y lo que vio lo dejó sumamente desconcertado. Parecía haber una sombra cerca de Teodoro, y esta parecía mantener una íntima conversación con el anfitrión de la casa. El temor que lo inundaba lo dejaron incapaz de comprender el diálogo que estaba presenciando. De haber sido capaz de concentrarse, se habría dado cuenta de que Teodoro hablaba con el espíritu de su hermano.
Corrió silenciosamente de regreso a su cama y se envolvió en la sábana, tapándose hasta las cejas. Estuvo temblando de terror por un buen rato, y después de dejarse atormentar por temores por varias horas, se dejó abrazar por el cansancio y cayó dormido.
A la mañana siguiente, lo despertó el aroma a deliciosa comida. Olía a café y a huevos con algún tipo de carne, aunque no sabía bien cual. Olía a salsa ligeramente quemada. No pudo evitar levantarse somnoliento, y caminar torpemente hacia el comedor. Ahí se encontró con el recordatorio de que no estaba en su casa al encontrar a Teodoro en la mesa, con una taza de café en una mano y algún viejo libro en la otra.
—Buen día, Mario, ¿cómo durmió usted?
—Creo que bien, Teodoro, pero… dígame, ¿qué es todo esto?
—Desayuno, Mario, ¿acaso creía que esperaba su ayuda sin darle primero algo con lo que restaurar sus energías? Espero que le gusten los huevos con carne y nopales, aquí mismo está su plato —dijo Teodoro, y con esas palabras se puso de pie para alcanzar una taza, en la que sirvió café para Mario —. ¿Le pone azúcar?
—No, gracias, así está bien.
—Como usted quiera —respondió Teodoro llevándole la taza a Mario.
Mario se sentó a la mesa, sorprendido por lo exquisito que parecía ser el platillo que tenía ante sus ojos. Le costaba creer que todo eso fuera obra de Teodoro, y no pudo evitar pensar que le había leído la mente:
—A Julia le enseñó a cocinar su madre desde pequeña, y ella me terminó de enseñar a mí.
—Lástima que nunca hayan tenido hijos que pudieran seguir con esta deliciosa cocina, podría haber sido algo así como una tradición familiar — comentó Mario, diciéndolo en serio, de todo corazón y sin intención alguna de lastimar u ofender a Teodoro.
Sin embargo, al levantar la mirada, se encontró con un Teodoro de apariencia apesadumbrada, acongojado de manera repentina. Temía haber dicho algo indebido, por lo que se apuró a disculparse sin saber bien por qué lo hacía:
—Teodoro, disculpe si lo he ofendido de alguna manera, lo lamento, no era mi intención…
Teodoro seguía viendo la mesa, la mirada fija en la comida que había preparado.
—No, Mario, usted no me ha ofendido, simplemente me ha recordado de un mal pasado, una de las muchas píldoras amargas que he tenido que resignarme a tomar, algo de lo que siempre me arrepentiré y que ahora ya no tendré la oportunidad de arreglar: nunca tuvimos hijos. No por no querer, sino por no intentar con suficientes ganas. Si con querer se pudieran lograr cosas, tendríamos tantos hijos que bien es probable
hubiéramos tenido que construir otra casa.—Pero, ¿cómo? Si querían tener hijos, ¿por qué no los tuvieron?
—No todo es tan simple, Mario. Termine su desayuno y venga conmigo, le mostraré algo.
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Teodoro se puso de pie sin pronunciar palabra alguna, recogió los platos y caminó a través de la sala hacia la puerta del patio trasero. Era un patio bastante seco, había solamente unos cuantos árboles y crecía pasto en lugares indebidos. Se notaba que era indeseado por el amarillento color de sus hojas. No había rastro de flores, pero un montón de ramas marchitas daban lugar a la posibilidad de que en algún mo
mento hubieran tenido arbustos con abundantes flores.Teodoro comenzó a caminar por en medio del pastizal, que parecía ser un augurio de muerte y soledad. Del otro lado, ni muy alejado ni muy cerca, había una pérgola de madera. En la parte más lejana se veían estantes llenos con cajas, pequeñas cajas. La intriga comenzó a abrazar a Mario mientras se aproximaban, y comenzó a preocuparse. El tiempo parecía pasar cada vez más lento conforme se acercaban al grupo de c
ajas y la duda lo comía por dentro. Cuando acumuló el valor para preguntar al respecto, Teodoro comenzó a hablar:— Te dije que si con solo querer se pudieran logar las cosas habríamos tenido muchos hijos… ¿no? Bueno, Julia y yo siempre quisimos tener hijos, pero nunca pudimos lograr que uno de ellos llegara a término sano y salvo. Se nos quedaban en el camino, o a veces llegaban solo para morir unos días después. Era como si estuviéramos malditos. O tal vez solo yo lo estaba y la arrastré conmigo a todo este desastre…
— No se puede echar la culpa por esto. Simplemente no les tocaba, así es la vida…
— ¿Así de injusta? ¿Con todos? No, lo dudo mucho. La vida no es cruel, no le niega a una pareja que se ama lo que más ansían. No, esto era una maldición, como si todo lo que tuviera un contacto con nosotros muriera.
— Vamos, Teodoro, no puede decir eso. Ahí está su madre, vivita y coleando como prueba de que no.
— Puede ser… o puede que no estuviéramos malditos hasta que nos fuimos del pueblo, puede que abandonar todo lo que conocíamos haya sido nuestra maldición.
— Venga, Teodoro, usted se escucha, sabe que esto que dice no tiene sentido.
— No se haga el inocente, Mario. Bien sabemos los dos que nada de lo que he dicho en mi miserable vida tiene sentido.
— Por favor, no sea tan cruel consigo mismo. Hábleme un poco de esto, ¿qué es?
— Pensé que le habría quedado en claro que es algo así como un cementerio, con los cuerpos de todos nuestros hijos malogrados…
— Eso lo puedo deducir, pero. ¿qué significa para usted? ¿es como un altar a todos ellos?
— ¿Altar? No, nada de eso. Es como un tributo a ellos, para que tengan en dónde estar y nosotros dónde recordarlos con amor… para que tengan un lugar en este mundo, aunque nunca hayan tenido la oportunidad de vivirlo.
— Eso es un concepto agradable. Y dígame, ¿qué hacemos aquí?
— Mi mujer y yo acordamos que aquí nos queríamos quedar, queríamos que nos dejaran enterrados junto a todos nuestros pequeños angelitos.
— Entonces… usted pretende que lo ayude a meter a su esposa en una caja para ponerla junto a todas estas cajitas.
— Quiero que me ayude a hacer una caja en la que meterla para después ponerla ahí, en el centro, donde no hay nada y vamos nosotros dos — en ese momento, Mario se percata de que, en efecto, hay una gran porción del estante vacía en el centro.
— Como le pueda servir, Teodoro.
— Venga conmigo — dice Teodoro acercándose a un pequeño cuarto.
Al entrar, lo que más resalta es el olor a madera. Es un olor agradable y abrazador, y Mario no puede evitar sentirse un poco como en casa. Mientras Mario se detiene a admirar el detalle de algunos de los adornos que están en una mesa junto a la entrada, Teodoro escanea la sala en busca del trozo de madera perfecto. Eventualmente, escoge la madera que usaran y se ponen manos a la obra. Teodoro conoce las dimension
es de su esposa y está acostumbrado — lamentablemente — a tener que construir ataúdes.Después de horas de arduo y silencioso trabajo, tienen resultado final: un hermoso ataúd de oscura madera con lindos acabados que asemejan flores alrededor de la tapadera. La madera brilla huele a recién barnizada.
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Teodoro calienta un poco de pollo que tenía guardado y pone una pequeña olla con arroz. Una vez que está hecha la comida, la sirve en silencio y se sienta frente a Mario.
— Lamento mucho todo lo que he dicho sobre usted, de haber sabido todo por lo que ha pasado no lo habría juzgado tan duramente.
— No tiene de qué disculparse, Mario. Me juzgó por como actúo, y está usted en todo su derecho al hacerlo. A fin de cuentas, no somos mucho más que nuestras acciones.
— No, no nos podemos definir únicamente por algunas de nuestras acciones. Lo único que sé de usted lo sé porque ha pasado de boca en boca, y se puede asegurar que todo esto está distorsionado. Usted, señor, es muchísimo más que el vago y desfavorecedor cuadro que pintan de usted los rumores.
— Gracias, Mario. Verdaderamente, gracias. Me temo que es usted la primera persona en ser amable conmigo desde el momento de mi concepción. Aparte de Julia, claro… pero ella llegó como una hoja en blanco, y usted no. Usted ya tenía una opinión formada sobre mí y se permitió alterarla, mientras que yo tuve la oportunidad de construir desde el inicio la idea que ella tendría sobre la persona que siempre he sido.
— Perdone, si no es mucha indiscreción, que no dudo y lo sea… si usted y Julia querían tener hijos, ¿qué piensa lo detuvo a que se lograra alguno de ellos?
— Creo que esa es una de las cosas de las que nunca estaré seguro, Mario. Puede que haya sido mal de cuna todo este tiempo, o puede que simplemente esté maldito como todo el pueblo lleva años pensando que lo estoy.
— Venga, Teodoro, no puedo concebir que usted crea en esas tonterías de las maldiciones.
— No lo sé, pero no dudo que sea posible, y que si alguien en el mundo está maldito soy yo, el maldito infeliz que solo conoció su esposa porque no tenía quién más la saludara al llegar al pueblo; el pobre diablo al que nadie nunca se dignó a mirar a los ojos.
Mario se queda callado viendo su comida, y después levanta la mirada para clavarla en el hombre cansado y de hombros caídos que está sentado delante de él. De entre las muchas cosas que le habían contado sobre este hombre, a nadie le faltaba mencionar el característico resplandor de sus ojos pardos. Por esto, la opacidad de sus ojos era sumamente notoria para Mario. El brillo que antaño se hacía presente había desaparecido. Los años se habían llevado consigo la energía que una vez traía dentro de los huesos. La aspereza de las malas experiencias había limado la superficie de su vitalidad hasta dejarla opaca al grado en el que casi desaparecía.
Terminan de comer, y Teodoro se dispone a recoger los platos. Mario se mantiene en su silla en silencio, esperando a que Teodoro le indique cómo le podrá ayudar. Después de unos cuantos minutos en silencio, el cansado hombre voltea su mirada a Mario.
— Ya se puede ir, gracias — dice, mientras extiende la mano y le ofrece unos billetes.
— Pero… todavía tiene usted que enterrar a la señora, ¿no?
— Sí, eso lo puedo hacer yo. Muchas gracias por su ayuda, no sé qué habría hecho sin ella.
— No es nada, señor. Y por lo que valga, creo yo que todos estos rumores sobre usted son enteramente mentira. Usted es uno de los mejores hombres que he conocido en toda mi vida.
— El honor es mío, Mario, el único hombre que imagino se levantaría por encima de las malas lenguas para ayudar a quien lo necesita. Verdaderamente, un buen samaritano.
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Mario se dirigió a su casa en el automóvil prestado. En el camino, lo perseguía la acechante idea de que quizás debería de haberse quedado, o que no debería de haber aceptado el dinero. No estaba seguro de haber actuado como debió. Después de un largo rato llega a su casa, en donde lo recibe su esposa vestida de negro.
— ¿Y tú por dónde andabas?
— Ocupado, mujer. Lo que importa es que volví y traigo dinero — dice, sacando los billetes que traía en su bolsillo.
— Bien, a lo mejor deberías de donarlo para los funerales de Laura y Teófila.
— ¿Funerales? ¿De qué tanto me he perdido?
— De demasiado, Mario. Vístete de luto de una buena vez, que verte con esa bata de médico es vergonzosa… médico, pero no puedes mantener viva ni a tu enfermera, ¡qué patético!
Mario se apura para meterse en su traje y cuelga su bata del perchero. Deja salir un suspiro, y parece que no ha respirado desde antes de salir de la casa de Teodoro. Con este suspiro, cae al suelo, ya envuelto en su traje fúnebre. Minutos después, entra su esposa presurosa a la habitación solo para darse cuenta de que necesitará el dinero para pagar una tercera carroza. Respira el aire con el agobiante peso de la muerte y piensa “¡a mi marido yo lo entierro con orquídeas y diamantes!”
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Pasados algunos días, el notario está dando la debida cuenta de los bienes de Mario Miramontes con la mera intención de poder repartirlos entre sus hijos y su mujer, cuando se da cuenta de que no encuentra el origen del dinero que terminó por pagar su funeral. Entonces, llama a la viuda a su despacho y le pregunta de dónde lo sacó.
— Mi marido lo acababa de llevar a la casa. Ha de haber estado en alguna casa trabajando, porque no había vuelto la noche anterior. Creo que fue eso, había estado trabajando en algún lado.
— ¿Y no sabrá usted en dónde?
— No, de eso ni idea. La mañana anterior se había ido a trabajar como acostumbraba
— Bueno, siempre podemos indagar un poco, ¿no cree usted?
— Claro. Podemos preguntar a los vecinos, puede que alguno de ellos sepa en dónde estaba.
— A eso me dispongo, señora. Muchas gracias por su colaboración.
— Gracias a usted por su servicio.
Así, el notario se dispuso a rastrear el origen del dinero que pagó el caro funeral del hombre. Preguntó de puerta en puerta, pero su misión parecía ser en vano: nadie le había pedido ayuda en aquellas fechas. La duda no lo dejaba descansar, por lo que empezó a pensar más allá del pueblo. ¿Qué otro poblado había cerca? ¿Quién más vivía en la cercanía, con quién podría haber estado? Después de ponderar sobre la situación por largas y pesadas horas, se encontró ante una posibilidad, pero se negaba aceptarla como tal: Teodoro García. El maldito bastardo, aquel desgraciado… ¿y si lo había envenado?
Comunicó sus sospechas a la mujer de Mario con prontitud, y la mujer se estremeció al escuchar el nombre maldito. ¿Cómo osaría? Con la temida y horripilante posibilidad en mente, se encaminaron ellos también a la casa de Teodoro García. Ese hombre debía pagar por lo que había hecho.
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Al llegar en medio de la oscuridad, tocan la puerta. Primero suavemente, luego con un poco más de fuerza, y eventualmente con desproporcionada violencia. Terminan por tumbarla y cae al estrepitosamente, rompiéndose en algunas partes. Entran a la casa que parece estar desierta. Hay comida a medio preparar en la estufa y trastes que parecen llevar días ahí en el fregadero. Caminan sigilosamente, como si la sonora caída de la puerta no fuera suficiente para dejar saber a Teodoro de su presencia. Exploran la casa en busca de señales de vida para encontrarse con que está sola.
Tras darse cuenta de que sí está sola, salen por la puerta trasera al patio. Una lámpara de queroseno brilla a la distancia, y comienzan a caminar hacia ella como polillas. Al acercarse, notan que hay una mano extendida junto a la lámpara. Alumbran en esa dirección con su propia linterna, y terminan por encontrarse con el cadáver que comienza pudrirse de Teodoro. Está tendido junto el cajón en donde había metido a su esposa no hace más de una semana, muerto poéticamente a lado de su amada. La esposa de Mario siente una arcada y un escalofrío que la recorrer de la cabeza a los pies, por lo que le da la espalda al cadáver mientras intenta respirar. El notario deja caer la mandíbula estupefacto y se vuelve con la señora para encaminarla de regreso a la casa.
En los inertes ojos de Teodoro se reflejan las dos siluetas alejándose, como todos se alejaron de su vida conforme iba creciendo. Y como prueba de que el amor es lo último lo que muere, en su garganta está aún atorado el alarido: ¡ayúdenla a ella! Quizás, después de todo, estaba maldito. O tal vez, solo tal vez, lo único que necesitaba en la vida era que alguien lo tratara como si fuera un verdadero ser humano.